OPINIÓN

 

 Días de ceniza

  

Víctimas inocentes

http://www.lne.es/secciones/noticia.jsp?pIdNoticia=376690&pIdSeccion=52&pNumEjemplar=1188


TOMÁS FERNÁNDEZ ANTUÑA
Tras casi diez años de ejercicio profesional como abogado, si tuviera que determinar un aspecto de mi profesión al que todavía no me he acostumbrado sin duda diría que es la manipulación que la mayoría de los padres hacen de sus hijos menores de edad para intentar infundir en ellos el desprecio y el rechazo hacia el que un día fue su cónyuge.

Siempre he pensado que la familia, a diferencia del matrimonio, no es un contrato sino un hecho que si se da, ninguna decisión social puede ir en su contra, puesto que la sociedad existe, entre muy pocas otras cosas para protegerla. Su esencia, también a diferencia del matrimonio, no depende de canonizaciones religiosas, ni de declaraciones judiciales, que no sirven más que para nombrarla o apodarla. De ahí que para la familia el matrimonio no sea más que un concepto tangencial sin el que puede subsistir a la perfección.

Por tanto, de lo que hablo no es de las crisis matrimoniales ni de las divergencias y odios que pueden surgir entre dos personas adultas que un día fueron marido y mujer. De lo que en realidad hablo es de la irresponsabilidad de dos adultos, capaces de manipular a lo único que tienen en común, sus hijos, con el único propósito de hacerse daño mutuamente.

Estoy convencido de que el divorcio no daña la institución familiar, primero porque si existen motivos de divorcio, la institución familiar ya está dañada. Segundo, porque la familia, para serlo, debe basarse en el amor recíproco, pues matrimonio y amor son conceptos diferentes y no tienen por qué coincidir. Y tercero, porque la familia no es más que una de las formas que el individuo tiene para realizarse, y si el tiro le sale por la culata, ni aquello podrá llamarse familia ni el individuo podrá colaborar para que aquello subsista.

Lo que en realidad daña a las personas es la falta de madurez de algunos padres a la hora de gestionar las, llamémosle, miserias que surgen tras una crisis matrimonial y que en la mayoría de los casos pagan indefectiblemente los que menos culpa tienen, esto es, los hijos menores.

Cuando se produce la crisis matrimonial, nuestras leyes establecen que uno de los progenitores tenga atribuida la guarda y custodia de los menores (generalmente la mujer), mientras que el otro cónyuge tiene lo que se llama el derecho de visita. Pues bien, en muchos casos que me han tocado, esa guardia y custodia es aprovechada por la madre (insisto, que es lo más común) para manipular sentimentalmente a los hijos y predisponerlos en contra del padre, en un intento por vengarse de él y arrebatarle aquello que sentimentalmente más aprecia.

Por lo general, aquellos progenitores a los que se les atribuye la guardia y custodia suelen concebirla como un derecho propio y absoluto, cuando en realidad se trata de un derecho del hijo cuya única finalidad es la de preservar su evolución integral a fin de que éste no vea cercenadas sus posibilidades de desarrollo psicológico y emocional ante la crisis matrimonial en la que se ve inmerso.

Científicamente esta manipulación absurda y dañina ha tomado el nombre de lo que se conoce como «el síndrome de alienación parental», que es un trastorno caracterizado por el conjunto de síntomas que resultan del proceso por el cual un progenitor transforma la conciencia de sus hijos mediante distintas estrategias con el objeto de impedir, obstaculizar o destruir sus vínculos con el otro progenitor.

Hace unos meses tuve el honor de presentar el primer libro en castellano que trata de este tema y que lleva por título «Hijos manipulados por un cónyuge para odiar al otro», cuyo autor, José Manuel Aguilar Cuenca, es un psicólogo forense que lleva tiempo estudiando este tema al que los tribunales de nuestro país no terminan de reconocerle la entidad y la gravedad que se merece, quizá porque en el supuesto de dar cabida a todos los asuntos de esta naturaleza se verían desbordados.
Ante tal evidencia, y consciente de que mi profesión únicamente me permite acudir a la ley para la defensa de aquellos padres que sufren esta situación, debo confesarles que siento una enorme impotencia cada vez que un padre (en los más de los casos) o una madre (en los menos) acude a mi consulta para hacerme este pregunta: «¿Cómo puedo recuperar a mi hijo?». Algunos, que son la mayoría, tiran la toalla al saber que se enfrentan ante una batalla difícil y larga con resultado incierto, pues sienten que la Justicia no les presta la atención debida ni trata su problema con la profesionalidad esperada, pues a veces resulta frecuente que un fiscal o un juez, que sabe tanto de psicología infantil como yo de ingeniería aeronáutica, determina con quién deben quedarse a vivir los niños y cuál es el régimen de visitas al que debe ceñirse aquel que no los tiene en su compañía. Así que, ante tal frustración, no me queda otra que tirar del sentido común, con la esperanza de que un día el legislador tome cartas en el asunto y regule de una vez por todas un hecho social cuyos efectos tienen una envergadura muy superior a la que actualmente se intuye.
Nadie duda que el matrimonio está bien inventado, pues lo han inventado seres humanos a su propia medida, ya que el matrimonio no es más que un invento de la sociedad para que las crías estén defendidas el largo tiempo que necesitan estarlo. Pero una cosa es el invento y otra muy distinta las consecuencias que del mismo se derivan, esto es, los hijos. ¿Y qué sabemos nosotros, los mayores, de la desesperanza, de la infinita tristeza, de la infinita soledad que caben en la minúscula cabeza de los niños? ¿Acaso nos olvidamos de lo que fuimos para ser lo que somos?

Para empezar, el niño no sabe comunicarse bien. El idioma de los adultos es absurdo. Él espera, quieto, que lo adivinen, que le quiten el dolor sólo con señalarse con el dedo en el sitio en el que le duele. Por eso cuando por mi despacho veo a estos niños manipulados impúdicamente por sus padres llego a la certidumbre de que si la soledad manchara, no habría suficiente agua en el mundo para lavar a ese niño. Porque el mundo del niño se termina en el mundo del niño, y ni el niño mismo lo conoce, ni el niño mismo lo sabe, porque lo suyo no es saber ser niño, sino serlo simplemente.

Quizás el problema es que no sabemos ser padres, en parte porque nadie nos enseña a eso. Y por eso existen muchos tipos artificiales de padres: los que imitan al antiguo cazador, dedicados sólo a la intendencia; el rey mago, que viene una vez por año cargado de regalos; el de la autoridad suprema y, últimamente, el más frecuente, aquel que va de presunto amigo de sus hijos y que empieza a actuar cuando ya son demasiado mayores. Ellos, los padres, aseguran que son unos amigos para sus muchachos, y puede que lo crean así, pero no es cierto, y no lo es sencillamente porque sus muchachos no se consideran amigos suyos, y la amistad es una relación recíproca, o no es nada.

En realidad, cuando veo a estos padres me parecen a esas gallinas que sueñan con poner huevos de águila, guiados por la tentación, siempre peligrosa, de realizarse a través de los hijos, mediante los que pretenden tomarse la revancha de su propia vida.

Y el mayor error de los padres es aspirar a que sus hijos asciendan a las cotas a que ellos no pudieron llegar. Porque son estos padres los que martirizan con la terrible cantinela: «no sirves para nada», «nos has decepcionado»; «qué será de ti» y sobre todo el más demoledor «qué será de nosotros por tu culpa» o «qué vamos a hacer contigo de ahora en adelante».

Ojalá algún día este tipo de padres se den cuenta de que aunque el fin del manzano sea la manzana, en cambio su flor, mucho más frágil y nada alimenticia, es ya de por sí perfecta, y para ser flor no pide referencias a la manzana futura, aunque ésta termine podrida.

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