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TOMÁS
FERNÁNDEZ ANTUÑA
Tras casi
diez años de ejercicio profesional como abogado, si tuviera que
determinar un aspecto de mi profesión al que todavía no me he
acostumbrado sin duda diría que es la manipulación que la mayoría de
los padres hacen de sus hijos menores de edad para intentar infundir
en ellos el desprecio y el rechazo hacia el que un día fue su
cónyuge.
Siempre he pensado que la familia, a diferencia del
matrimonio, no es un contrato sino un hecho que si se da, ninguna
decisión social puede ir en su contra, puesto que la sociedad
existe, entre muy pocas otras cosas para protegerla. Su esencia,
también a diferencia del matrimonio, no depende de canonizaciones
religiosas, ni de declaraciones judiciales, que no sirven más que
para nombrarla o apodarla. De ahí que para la familia el matrimonio
no sea más que un concepto tangencial sin el que puede subsistir a
la perfección.
Por tanto, de lo que hablo no es de las
crisis matrimoniales ni de las divergencias y odios que pueden
surgir entre dos personas adultas que un día fueron marido y mujer.
De lo que en realidad hablo es de la irresponsabilidad de dos
adultos, capaces de manipular a lo único que tienen en común, sus
hijos, con el único propósito de hacerse daño mutuamente.
Estoy convencido de que el divorcio no daña la institución
familiar, primero porque si existen motivos de divorcio, la
institución familiar ya está dañada. Segundo, porque la familia,
para serlo, debe basarse en el amor recíproco, pues matrimonio y
amor son conceptos diferentes y no tienen por qué coincidir. Y
tercero, porque la familia no es más que una de las formas que el
individuo tiene para realizarse, y si el tiro le sale por la culata,
ni aquello podrá llamarse familia ni el individuo podrá colaborar
para que aquello subsista.
Lo que en realidad daña a las
personas es la falta de madurez de algunos padres a la hora de
gestionar las, llamémosle, miserias que surgen tras una crisis
matrimonial y que en la mayoría de los casos pagan indefectiblemente
los que menos culpa tienen, esto es, los hijos menores.
Cuando se produce la crisis matrimonial, nuestras leyes
establecen que uno de los progenitores tenga atribuida la guarda y
custodia de los menores (generalmente la mujer), mientras que el
otro cónyuge tiene lo que se llama el derecho de visita. Pues bien,
en muchos casos que me han tocado, esa guardia y custodia es
aprovechada por la madre (insisto, que es lo más común) para
manipular sentimentalmente a los hijos y predisponerlos en contra
del padre, en un intento por vengarse de él y arrebatarle aquello
que sentimentalmente más aprecia.
Por lo general, aquellos
progenitores a los que se les atribuye la guardia y custodia suelen
concebirla como un derecho propio y absoluto, cuando en realidad se
trata de un derecho del hijo cuya única finalidad es la de preservar
su evolución integral a fin de que éste no vea cercenadas sus
posibilidades de desarrollo psicológico y emocional ante la crisis
matrimonial en la que se ve inmerso.
Científicamente esta
manipulación absurda y dañina ha tomado el nombre de lo que se
conoce como «el síndrome de alienación parental», que es un
trastorno caracterizado por el conjunto de síntomas que resultan del
proceso por el cual un progenitor transforma la conciencia de sus
hijos mediante distintas estrategias con el objeto de impedir,
obstaculizar o destruir sus vínculos con el otro progenitor.
Hace unos meses tuve el honor de presentar el primer libro
en castellano que trata de este tema y que lleva por título «Hijos
manipulados por un cónyuge para odiar al otro», cuyo autor, José
Manuel Aguilar Cuenca, es un psicólogo forense que lleva tiempo
estudiando este tema al que los tribunales de nuestro país no
terminan de reconocerle la entidad y la gravedad que se merece,
quizá porque en el supuesto de dar cabida a todos los asuntos de
esta naturaleza se verían desbordados. Ante tal evidencia, y
consciente de que mi profesión únicamente me permite acudir a la ley
para la defensa de aquellos padres que sufren esta situación, debo
confesarles que siento una enorme impotencia cada vez que un padre
(en los más de los casos) o una madre (en los menos) acude a mi
consulta para hacerme este pregunta: «¿Cómo puedo recuperar a mi
hijo?». Algunos, que son la mayoría, tiran la toalla al saber que se
enfrentan ante una batalla difícil y larga con resultado incierto,
pues sienten que la Justicia no les presta la atención debida ni
trata su problema con la profesionalidad esperada, pues a veces
resulta frecuente que un fiscal o un juez, que sabe tanto de
psicología infantil como yo de ingeniería aeronáutica, determina con
quién deben quedarse a vivir los niños y cuál es el régimen de
visitas al que debe ceñirse aquel que no los tiene en su compañía.
Así que, ante tal frustración, no me queda otra que tirar del
sentido común, con la esperanza de que un día el legislador tome
cartas en el asunto y regule de una vez por todas un hecho social
cuyos efectos tienen una envergadura muy superior a la que
actualmente se intuye. Nadie duda que el matrimonio está bien
inventado, pues lo han inventado seres humanos a su propia medida,
ya que el matrimonio no es más que un invento de la sociedad para
que las crías estén defendidas el largo tiempo que necesitan
estarlo. Pero una cosa es el invento y otra muy distinta las
consecuencias que del mismo se derivan, esto es, los hijos. ¿Y qué
sabemos nosotros, los mayores, de la desesperanza, de la infinita
tristeza, de la infinita soledad que caben en la minúscula cabeza de
los niños? ¿Acaso nos olvidamos de lo que fuimos para ser lo que
somos?
Para empezar, el niño no sabe comunicarse bien. El
idioma de los adultos es absurdo. Él espera, quieto, que lo
adivinen, que le quiten el dolor sólo con señalarse con el dedo en
el sitio en el que le duele. Por eso cuando por mi despacho veo a
estos niños manipulados impúdicamente por sus padres llego a la
certidumbre de que si la soledad manchara, no habría suficiente agua
en el mundo para lavar a ese niño. Porque el mundo del niño se
termina en el mundo del niño, y ni el niño mismo lo conoce, ni el
niño mismo lo sabe, porque lo suyo no es saber ser niño, sino serlo
simplemente.
Quizás el problema es que no sabemos ser
padres, en parte porque nadie nos enseña a eso. Y por eso existen
muchos tipos artificiales de padres: los que imitan al antiguo
cazador, dedicados sólo a la intendencia; el rey mago, que viene una
vez por año cargado de regalos; el de la autoridad suprema y,
últimamente, el más frecuente, aquel que va de presunto amigo de sus
hijos y que empieza a actuar cuando ya son demasiado mayores. Ellos,
los padres, aseguran que son unos amigos para sus muchachos, y puede
que lo crean así, pero no es cierto, y no lo es sencillamente porque
sus muchachos no se consideran amigos suyos, y la amistad es una
relación recíproca, o no es nada.
En realidad, cuando veo a
estos padres me parecen a esas gallinas que sueñan con poner huevos
de águila, guiados por la tentación, siempre peligrosa, de
realizarse a través de los hijos, mediante los que pretenden tomarse
la revancha de su propia vida.
Y el mayor error de los
padres es aspirar a que sus hijos asciendan a las cotas a que ellos
no pudieron llegar. Porque son estos padres los que martirizan con
la terrible cantinela: «no sirves para nada», «nos has
decepcionado»; «qué será de ti» y sobre todo el más demoledor «qué
será de nosotros por tu culpa» o «qué vamos a hacer contigo de ahora
en adelante».
Ojalá algún día este tipo de padres se den
cuenta de que aunque el fin del manzano sea la manzana, en cambio su
flor, mucho más frágil y nada alimenticia, es ya de por sí perfecta,
y para ser flor no pide referencias a la manzana futura, aunque ésta
termine podrida.
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